La Tierra Excluida: Agroética y la Crítica al Contrato Social Antropocéntrico
La crisis ecológica contemporánea no es solo una crisis ambiental, sino una crisis de civilización. Las prácticas que sostienen nuestro modo de vida —producción agrícola intensiva, consumo desenfrenado, explotación sistemática de recursos naturales— revelan una desconexión ética profunda entre los seres humanos y el mundo natural. En este contexto, Jorge Riechmann propone una “agroética”, es decir, una ética ecológica que parta del modo en que nos alimentamos y nos relacionamos con la tierra.
El modelo agroindustrial contemporáneo es una de las principales fuentes de destrucción ambiental: deforestación masiva, pérdida de biodiversidad, uso excesivo de fertilizantes químicos, sobreexplotación de acuíferos, entre otros. Además, este modelo contribuye a la desigualdad social al privilegiar los intereses de grandes corporaciones sobre los de comunidades rurales y campesinas. Ante este panorama, Riechmann propone una ética que coloque la sostenibilidad y la justicia en el centro del quehacer agrícola. La agroética no es un simple añadido moral a la técnica agrícola, sino una transformación profunda del modo en que concebimos nuestra relación con la tierra, los animales y otros seres vivos.
La agroética implica reconocer que la agricultura no puede reducirse a una actividad económica; es, ante todo, una relación ecológica y social. Esta perspectiva converge con el ecosocialismo, que articula la crítica ecológica con la lucha por la justicia social, afirmando que no puede haber sostenibilidad sin equidad. Así, la agroética no solo cuestiona los medios de producción, sino también los fines que orientan nuestra vida colectiva.
La tradición del contrato social —representada por Hobbes, Locke y Rousseau— fundó la legitimidad política en un acuerdo hipotético entre individuos libres e iguales que abandonan el estado de naturaleza para constituir una sociedad civil. Sin embargo, esta tradición se construyó sobre una exclusión fundamental: la naturaleza misma quedó fuera del pacto. Ni la tierra, ni los animales, ni las generaciones futuras fueron considerados como partes del contrato. Esta omisión permitió justificar la apropiación privada de los bienes naturales (en Locke), el dominio de los cuerpos (en Hobbes), o la subordinación de lo natural a lo racional (en Rousseau).
Desde la perspectiva agroética, esta exclusión es éticamente insostenible. ¿Cómo justificar una ética pública que no reconoce obligaciones hacia la tierra que nos sustenta o hacia los seres vivos con los que cohabitamos? La crítica a la modernidad contractualista es, en este sentido, una crítica a su visión antropocéntrica y extractivista. Necesitamos una ética que no parta del aislamiento del individuo soberano, sino del reconocimiento de la interdependencia ecológica y social.
Una posible respuesta a esta exclusión es imaginar un “contrato ampliado”, que incluya explícitamente a la naturaleza como sujeto de consideración moral. Aunque la idea de un “contrato natural” ha sido formulada por pensadores como Michel Serres, en el ámbito práctico esto implica transformar nuestras instituciones, leyes y modos de vida para que reflejen esta ampliación de la comunidad moral. En el campo agrícola, esto significa desarrollar formas de producción sustentables, agroecológicas, cooperativas, que no exploten ni degraden, sino que cuiden, regeneren y compartan.
La agroética, entonces, no es solo un llamado a la prudencia técnica, sino una propuesta de justicia. Exige replantear el sentido mismo de la propiedad, el consumo y el trabajo. Nos invita a ver la alimentación no como mercancía, sino como vínculo ético con la tierra y con los demás.
Frente a estructuras políticas y económicas que perpetúan la destrucción ecológica, la desobediencia civil se vuelve una herramienta legítima y necesaria. El activismo ecológico contemporáneo plantea formas de resistencia no violentas frente a megaproyectos extractivos, políticas agroindustriales y legislaciones que criminalizan la defensa del territorio.
Movimientos como el de la soberanía alimentaria —promovido por campesinos, pueblos originarios y ecologistas— encarnan esta resistencia ética. Su lucha no es solo por el derecho a la tierra, sino por otro modelo de vida. En ellos se materializa la agroética como práctica social y política, capaz de subvertir el orden establecido desde una ética del cuidado, la justicia y la regeneración.
La agroética propuesta por Jorge Riechmann nos obliga a repensar los fundamentos de nuestra ética contemporánea. Al cuestionar el modelo agroindustrial y el antropocentrismo del contrato social moderno, nos invita a construir una ética pública que reconozca nuestra interdependencia con la naturaleza.
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