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La violencia banal

“No comentemos aún si la guerra es un bien o un mal,
sólo que hemos descubierto su origen
en aquello de lo que nacen los peores males de la sociedad.”

-Sócrates

En los fenómenos políticos actuales, por desgracia, sigue siendo vigente y contemporánea la coacción por medio de la violencia ejercida por el poder político; es el caso de la instauración de regímenes totalitarios, o cuyo modus operandi ha prescindido de los derechos humanos, como lo ocurrido en El Salvador, o la aparición de nuevas corrientes radicales en Alemania o en Italia, pero también este mismo proceso resulta en la concepción de muchas personas al respecto de que se puede y debe justificar el uso de la fuerza letal contra criminales, cosa que incluso atañe al tema de la pena de muerte.

Más allá de la dualidad de concebir a la violencia como un recurso útil o indeseable, de si la coacción del poder por medio de la violencia se ha convertido en un vicio o una alternativa fácil, debemos pensar al respecto de lo que se encuentra detrás de la normalización de este recurso en el espectro del poder, y, aún como ángulo de mayor

interés, la normalización e incluso la concepción positiva del uso de la violencia en el imaginario colectivo, ajeno a la clase política pero inmerso en estos juegos del poder, que los padece ya sea de forma silenciosa o explícita.

Debo aclarar que esta postura introductoria no la tomo para determinar de tajo que se debe abandonar la problematización al respecto de la violencia como medio útil o indeseable, o para poner fin a la concepción de la violencia como una alternativa para los problemas que atañen a las sociedades, sino todo lo contrario; considérese este trabajo un pequeño prolegómeno que busca rastrear nuestras sensaciones, perspectivas y estigmas con respecto a la violencia, para de ahí en adelante esbozar el panorama en el que se debería considerar al uso de la violencia y el lugar que a este recurso le corresponde en el reino de los medios, de este siglo XXI en adelante. Para hacer este análisis voy a utilizar principalmente el texto de Walter Benjamin Para Una Crítica de la Violencia.

Los inicios del derecho

La concepción del derecho tiene como punto de partida dos corrientes principales: la del derecho natural o iusnaturalista, el cual justifica los medios en pro de los fines si estos se consideran justos y la del derecho positivo o iuspositivista, el cual declara a los fines como justos si los medios por los que se llega a esos fines son legales conforme a la ley que los rige.

Podríamos decir que el derecho iuspositivista es considerablemente más complejo que el iusnaturalista, pues el iusnaturalista únicamente necesita de los derechos naturales para regirse, como, por ejemplo, el derecho a la vida. El iuspositivismo ofrece una escalada de complejidad en este sentido, pues opera con valores más abstractos; mientras que en el iusnaturalismo se reconoce a la violencia en las organizaciones humanas como una condición inherente de la naturaleza humana, naturalizando de esta manera la violencia, en el iuspositivismo se puede reconocer que la violencia es un fenómeno histórico y no natural; es decir que es el resultado de los procesos de la humanidad inmersos en las luchas por el territorio, por los recursos y por el poder, no siendo este un proceso orgánico, sino un juego de poderes en el que distintas facciones de la humanidad han quedado subsumidas por otras, siendo estos procesos siempre violentos, lo que pone a la facción dominada frente a la dominadora en una posición de desventaja histórica. Dicha desventaja se puede rastrear hasta los tiempos modernos, y es, en este panorama de desigualdad, donde se debe lidiar con la formación de estados, la creación de leyes y la asimilación del concepto de justicia.

Es en este escenario en el que, en los países más desarrollados a causa de estas desigualdades históricas se ha establecido el derecho iuspositivista, para luego permear como el estándar o la concepción del derecho por vía de un acuerdo tácito. Hacer una crítica efectiva de la violencia implica entender la relación que existe entre violencia, justicia y derecho.

Se podría decir que, dentro del reino del iuspositivismo, el marco de lo justo encierra a los fines últimos, mientras que el criterio para la definición del marco de los medios es que se muevan en el criterio de “lo legal”, en tanto que sirva para alcanzar los fines. En otras palabras; para el iuspositivismo la justicia es el criterio de los fines y la legalidad es el criterio de los medios. En este panorama iuspositivista, la violencia corresponde al marco de los medios.

En realidad, ambos modelos (el iuspositivista y el iusnaturalista) tienen un momento de reconciliación con la violencia. La justificación que ofrecen de la violencia cae siempre en falacia, pues las condiciones en las que se presenta en cada uno de estos sistemas le adjudican un carácter de necesidad, lo que presenta a la violencia como condición inevitable de la organización del poder político y de las relaciones humanas. Esta concepción de necesidad es herrada; por un lado, el iusnaturalismo naturaliza la violencia, pues, al ponerla como cosa inherente a la organización, se legitima su uso también en el terreno del derecho y la justicia, por lo que la violencia se convierte en un medio legítimo para alcanzar el fin si es que el fin es justo. En este sentido se puede afirmar que, por ejemplo, dado que los procesos por los cuales se originó la civilización fueron violentos, la violencia es civilizatoria; El fin justifica los medios.

Por otra parte, el derecho positivo puede contemplar cierto nivel de violencia en el sistema si es que esta violencia no se sale de los marcos de “lo legal” e incluso si esta violencia se da en el terreno de la alegalidad. De esta manera, un fin será justo si es que no tomó parte de su proceso la ilegalidad, por ende, puede ser violento sin dejar de ser justo, pues la característica de lo justo y de lo injusto es dada por la justicia o la injusticia de los medios; Los medios justifican el fin.

Este punto requiere también de otra consideración, pues aquello que se encuentre en el terreno de “lo legal” y de “lo ilegal”, lo cual también va a definir los umbrales de la alegalidad, queda a discreción de quienes dicten, definan e interpreten la ley.

La barbarie es racional

El carácter positivista del derecho (iuspositivismo) va sobre esta línea de afirmar que, si es legal, entonces es justo, pero también se reconcilia con aquellos procesos históricos que propiciaron tanto esta concepción del derecho como las leyes que definen el marco de lo justo y lo injusto, de lo legal e ilegal, definiendo además estas concepciones como racionales y, por ende, resultado de la razón.

En un sentido hegeliano, esta manifestación de la razón justifica todo aquello que sucedió para que se nos presentara, incluyendo también los procesos violentos de la humanidad como las guerras o el holocausto.

De igual modo se justifica la explotación de un pueblo hacia otro, tanto de su gente como del saqueo de sus tierras, pues eso propició el progreso de los pueblos que posicionaron y se autonombraron como los más avanzados, siendo este avance lo que les “otorgaría”

la legitimidad de afirmar su epistemología como la correcta o la canónica. Es de esa epistemología de la que surge la concepción del derecho positivo y del derecho natural.

Cabe entonces preguntarnos; ¿fue Auschwitz parte de un proceso racional? ¿es la esclavitud parte del progreso? ¿la violencia es racional? Y, en el sentido más orwelliano de la pregunta: ¿la barbarie es racional? Por lo que nos tendríamos que preguntar también si ¿acaso ha habido alguna nación, estado de derecho o constitución que no haya sido producto de un proceso de violencia?

Estamos entre las cuerdas, amantes de la razón; parece que nos vemos en la necesidad de afirmar que, o la violencia es natural a la organización humana o que efectivamente, la violencia es racional: la primera opción revive un viejo debate de la antropología, en el que ya la biología y algunos grandes escritores como Steven Pinker con su Tabla Rasa se han encargado de proporcionar un poco de claridad. De estos avances podemos aseverar que, si bien el ser humano está capacitado para ejercer violencia, no está de ningún modo pre condicionado para ella. La segunda opción respecto a la explicación de la violencia nos pide que aceptemos una contradicción.

Sólo a través de hacer una retrospección de esta contradicción histórica en donde la barbarie es la razón, podemos entender el carácter oximorónico que tienen los conceptos de “justicia” y “legalidad” en su significado contemporáneo. Solo entonces podemos entender por qué la violencia es un recurso coercitivo del poder para la imposición de las leyes, pues las leyes no se dan de una manera orgánica, sino que requieren de un proceso forzado de legitimación.

En este ciclo de “progreso” positivo, la ley se instaura a través de la violencia, por lo que se crea el siguiente sistema: se instaura la ley por medio de la imposición, lo que legitima la violencia por la que se impuso o, si la ley no logra ser instaurada, se rechaza y se propone una ley nueva que debe imponerse por medio de otro proceso de violencia. Esta visión de progreso hegeliano en donde las leyes se van perfeccionando a sí mismas, más que un avance constante parece ser un círculo vicioso de violencia. En este ciclo, la violencia funge tanto como creadora como conservadora del statu quo del derecho dominante, pues solo el derecho garantiza la potestad de la violencia; el derecho sustenta la legitimidad de la violencia.

Esto podría degenerar en el argumento simplista que afirma que lo que provoca este ciclo de violencia es la imposibilidad de una facción de la población de adaptarse a este statu quo que marca el derecho dominante. Otra perspectiva simplista es apelar a la imposibilidad del acuerdo por vía de la razón, nombrando a la violencia como inherente al desacuerdo, lo que deviene en el desprecio de toda lucha social; este es un proceso más de la normalización de la violencia. Sin embargo, esta perspectiva normaliza solo un tipo de violencia: aquella que viene de parte de quien ostente el monopolio de la violencia, es decir, del poder coercitivo del estado. Esta condición normalizadora de la violencia surge a partir de un proceso de sobre ideologización de la fuerza (y de la violencia que de esta deviene) que se aplica por parte del estado. Es esto a lo que W. Benjamín llama “la mitificación de la violencia”. El resultado es una demonización de la violencia ejercida

por los ciudadanos o los detractores del statu quo, es decir, la violencia revolucionaria, y una glorificación de la violencia ejercida por el estado.

A nivel de la percepción del sujeto esto resulta interesante, pues esta sensación de asimilación de la “violencia legítima” del estado/poder dominante y aversión a la “violencia ilegítima” de parte de todo aquello que se presente como subversivo, no es una casualidad, sino que es un proceso pasivo, mediante el cual el statu quo se mantiene y a su vez es lo que mantiene la sensación de la existencia de un estado de derecho.

Este proceso pasivo es de suma importancia, pues de él depende la eficacia del poder gobernador, ya que ésta no consiste directamente en la capacidad de utilizar la violencia como medio de la disuasión de sus detractores, sino en la asimilación colectiva de este poder. De este modo, la eficacia del poder no consiste en el uso de este poder, sino en qué tanto y hasta qué punto esta entidad poderosa puede prescindir de los medios violentos para hacer preservar la ley. Un ejemplo de este mecanismo pasivo es la presencia de las fuerzas del orden; policía o fuerzas militares, cuya función no es, a primera instancia, el utilizar la fuerza, sino que consiste en crear la sensación de la existencia de esta fuerza.

Una vez esto establecido, podemos empezar a despejar las formas de la violencia que se presentan en los procesos del derecho y de la sociedad. Lo primero es hacer consciente que todo proceso que resultó en la instauración de cualquiera de los estados contemporáneos (o sus mecanismos) implican o han implicado violencia.

El punto de hacer esta primera reflexión no es la satanización del pasado y ni siquiera de la violencia en sí misma, sino que se trata de poder dejar de tomar a la violencia como un proceso natural y poder analizarla como un fenómeno histórico y político.

Ya que hemos hecho esto consciente, podemos empezar a asimilar que, de hecho, el origen del derecho es la violencia. De esta manera, para emancipar al derecho de la violencia, el ejercicio de la filosofía del derecho, de problematizar al respecto del derecho, no debería ir en razón primera de la justicia o las leyes, sino en materia de la problematización de la violencia misma.

El pragmatismo del poder

En un sentido puramente pragmático, podríamos pensar que cuestionarnos el uso de la violencia ahora, podría considerarse un debate infértil o incluso un retroceso; ¿por qué cuestionarnos un modelo que ha probado ya su efectividad y que tenemos ya, de una u otra forma, tan asimilado? A final de cuentas, en un sistema iuspositivista, por medio del pragmatismo, podemos tener la certeza de que únicamente la violencia será legítima en tanto que no rebase la ley.

Pero esta asimilación refleja una inocencia enorme y una reducción al absurdo del entendimiento de las sociedades. Este nivel de pragmatismo requiere de una fe ciega en aquello que tenga la potestad de ejercer el poder y, con ello, la ley. A este respecto, debo recordar a quienes se sientan atraídos por esta visión pragmática que aquello a lo que

responde el poder no es una entidad abstracta como “la ley”, “la justicia”, “la moral” o “el bien” sino que este papel, en toda sociedad, recae en seres humanos, y que el fin de un sistema iuspositivista no es la población en si misma sino la preservación del estado de derecho o del statu quo del poder. El fin del poder iuspositivista, en última instancia, no es la gente, sino el poder mismo.

Efectivamente, podemos afirmar que, dentro de un sistema de derecho positivista, el uso de la violencia está moderado por los límites que marca la ley, sin embargo, estos límites los marca el gobernante/soberano en turno. Estos límites, por supuesto que buscan el orden, sin embargo, dependen de la concepción de orden del soberano.

De esto entonces deviene todo; desde la autoridad que pueden ejercer las fuerzas públicas como la policía o el ejército hasta la legalidad de los medios. Desde la lógica de esta concepción de la legalidad que garantiza la justicia de estos fines a través de la legitimación de los medios, se puede entender cómo en un sistema pueden llegar a ser justas de manera indirecta absolutas barbaridades, pues pueden ser el resultado de acciones legítimas.

Dicho de otro modo, si un sistema legitima la libre explotación de los recursos naturales como el agua y el suelo en pro de la libertad económica, es igualmente legítima la degradación del medio ambiente o el despojo de recursos como el agua o la vivienda a una comunidad. Si un sistema legitima la acumulación desmedida de la riqueza, legitima la desigualdad desmedida. Si un gobernante legitima la disgregación sistemática de un pueblo, aun siendo bajo los intereses de la propiedad privada o de los aspectos más encomiables del patriotismo o de las buenas costumbres, será legal y por ende “legítimo” también dejar morir de hambre a hombres, mujeres y niños en sus fronteras.

Auschwitz es testigo de las posibilidades de la interpretación de “lo legítimo” y Hannah Arendt nos advierte de lo silenciosamente peligrosa que es la banalización del mal, pero también de los medios. La conclusión sensata es clara; bajo ninguna concepción racional podemos equiparar la concepción de “legal” con la concepción de “legítimo”. Legal y legítimo no son sinónimos, sólo a través de estas trampas de la comprensión se puede llegar a la conclusión de que la violencia también es un medio legítimo.

Dos ejemplos puntuales

Una vez que hemos llegado a la exposición plena de los conceptos, me gustaría poder aterrizarlos en dos ejemplos contemporáneos.

La nación de El Salvador estaba viviendo uno de sus momentos de violencia más alarmantes y terribles en su historia a causa de los grupos criminales conocidos como “las maras”. Cuando Nayb Bukele asume el poder el 1 de junio de 2019 este pico de violencia se encontraba en su momento más crítico. La respuesta de Bukele fue drástica; por medio de operativos sistemáticos fue eliminando y capturando a los integrantes de estos grupos delictivos. La respuesta pudo ser tan rápida y el cambio tan radical porque se permitió

prescindir de algunas garantías individuales de la población, como la presunción de inocencia o de los derechos humanos de todo aquel que se le capturaba bajo esta etiqueta de “mara”, lo cual costó también la vida incluso a personas inocentes.

Este modus operandi, del cual era consecuencia la renuncia a estas garantías individuales, dio como resultado una pacificación rápida del territorio de El Salvador. La respuesta de Bukele ha sido encomiada por otros gobiernos y por su misma población, los cuales aseguran que ahora se puede vivir tranquilamente en El Salvador.

Debemos admitir entonces que la reacción de Bukele se puede considerar un éxito, pues el problema de seguridad hoy parece prácticamente resuelto. Sin embargo, esta “solución” ha requerido de la violencia como un medio para la pacificación. Las acciones de Bukele han sido catalogadas como brillantes, sin embargo, no debemos perder de vista que el uso de la violencia para resolver los problemas sociales es una solución simple a un problema complejo y que esta respuesta violenta solo logra solucionar el problema más inmediato y no el problema de fondo, el cual requiere de la reconstrucción social de la población.

Si bien debemos admitir como “efectiva” la respuesta de Bukele, no debemos olvidar que la solución real del problema requiere de la reconstrucción social de la población, lo cual necesita reestablecer los valores de la vida y de la dignidad humana. Esto, a su vez requiere que suceda un ejercicio de reflexión de parte de la población sobre lo sucedido, y que se entienda que lo ocurrido fue la respuesta más desesperada posible; poder formar la concepción de que la violencia como recurso se encuentra hasta el fondo de la jerarquía de los recursos de los que dispone una sociedad que pueda ser llamada civilizada, para que se pueda dejar de glorificar un periodo violento del cual fue resultado la paz.

El otro ejemplo que deseo analizar resulta más cercano: se trata del problema del narcotráfico en México. Aunque este problema pueda parecer muy parecido al caso de seguridad de El Salvador, tiene algunas aristas distintas, que deben ser consideradas a profundidad para poder entender el problema verdaderamente. Los grupos delictivos en México tienen un considerable poder que, más allá del armamento del que disponen, el poder que ostentan es social, económico y político. Entre estos aspectos, el que más resalta es el poder económico.

A lo largo del texto explicábamos los mecanismos mediante los cuales se legitima la violencia, y de cómo las leyes y la justicia, bajo un modelo iuspositivista, se mueven en función de lo que interprete el poder, en este sentido, se puede mantener la idea de estado de derecho siempre y cuando se respeten los límites que puede tolerar el statu quo. La pregunta emergente es; ¿cómo es posible que con un gobierno tan cínico como el mexicano se puede mantener, a pesar de todo, la idea de un estado de derecho? ¿por qué a pesar de los múltiples escándalos referentes a los vínculos del gobierno con el crimen organizado, los casos de corrupción y lo abominable de la naturaleza de la delincuencia organizada, se puede mantener la idea de gobierno?

Los vínculos del crimen organizado con la policía, el ejército y el gobierno son un secreto a voces, pero se puede mantener la idea de estado porque esta relación del crimen con el gobierno no atenta contra el statu quo, pues este no depende del bienestar social, sino del bienestar del poder del capital. Aquello que define los marcos de la justicia en México no es el poder social, sino el poder económico, por ende, la ley responde a aquellos que detentan este poder. Sólo de esta manera se puede explicar la normalización de la simbiosis del crimen organizado con el poder político y la banalización de la población de las apologías del delito inmersas en la cultura y con ello de la banalización de la violencia. Por ello, cuando una facción criminal detenta la fuerza violenta, no nos saca de la narrativa de la sociedad, pues esta muestra no discrepa de la narrativa del poder que rige nuestra percepción de la sociedad: el poder económico.

Estos dos casos tienen matices muy distintos pero algunas cosas son completamente homólogas; ambos procesos son producto de la normalización y la banalización de la violencia, dado que cualquier otro recurso para la resolución de los problemas se ha visto rebasado.

Los problemas sociales van a persistir siempre, pues el desarrollo pleno del individuo requiere también de su reconocimiento como tal, lo cual requiere de su pleno desarrollo personal. De esto se despliega la complejidad de las sociedades. El aceptar esta complejidad requiere de la negación de las utopías sociales en un sentido hegeliano e incluso en el sentido marxista, pues un proceso que justifique la barbarie del pasado o crea en la síntesis absoluta de toda expresión humana, parece sospechoso. En este sentido también debemos admitir que la lucha social va a prevalecer, sin embargo, el error estaría en equiparar el desacuerdo social a las expresiones violentas; deslegitimar la violencia también propiciaría a la razón y el acuerdo por la vía del entendimiento como el nuevo estándar para la creación del derecho.

Es necesario señalar que esta vía del entendimiento sólo tiene sentido y sólo parece asequible cuando la relación del poder con el pueblo es simétrica, pues es cuando esta relación es asimétrica que se requiere de procesos violentos (y de una legitimación de esta violencia) para conseguir el orden público. Una relación asimétrica del poder con el pueblo requiere de un poder violento. La sensación real de justicia, la sensación de estar regidos bajo unas leyes que realmente se perciban como justas para todos, requiere de la abolición de estas relaciones sumamente toxicas, lo que también nos permitirá, de forma simultánea, determinar el reino de los fines racionalmente.

Bibliografía y textos de apoyo:

  • Hannah Arendt (2024) Eichmann y el Holocausto: La pura y simple irreflexión fue lo que le predispuso a convertirse en uno de los mayores criminales de su tiempo. Taurus.
  • Steven Pinker (2002) La Tabla Raza. Paidos
  • Walter Benjamin (1995) Para una crítica de la violencia. Leviatán

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