×

Clavar una estrella en el cielo

Porque en ellas habita mi sentido
—Iaia, Mamá, Elena y Gala—

“A fin de cuentas, lo cierto es cierto.”
William Shakespeare

PARTE 1: LO ÚNICO CIERTO ES LA MUERTE…

El egoísmo poco reconocido de ensalzar nuestras vivencias, valores por ende, y yuxtaponerlas a las de nuestros allegados para así tener el descaro, so pretexto de firme conocimiento, de afirmar que lo que es nuestro es mejor. Mejor porque así lo creemos, porque no podemos llegar a ver dentro de las pieles de los demás, solo podemos ver su piel desde fuera y ninguna se siente tan cómoda como la nuestra; esa piel nos abraza desde antaño, momentos incluso donde cuesta pensarnos en primera persona, donde solo una cámara puede hacerte creer que has vivido ese momento aunque tú sigues sin recordarlo. Y aquellos recuerdos en pleno naufragio son los que, poco a poco, realzan nuestro ser actual y comienzan a encauzar el camino de opiniones, pensamientos y creencias que en todo momento valoraremos como moralmente correctas.

Todo puede ser remontable a épocas antiguas donde la arraigada sociedad que caminaba por la tierra que hoy pisamos mantenía lo que siempre se ha conocido como certeza. La certeza nos evita problemas, por ello nos genera otros, los cuales no nombraré por evitar crear problemáticas entre nosotros.

Estar en lo cierto es aquello que nos permite dormir cada noche. Lo que se conoce como conciencia tranquila es solamente una fachada ególatra que evita que nos comamos la cabeza durante más de diez segundos. Diez segundos eternos que quebrantan nuestro yo más vulnerable.

La vulnerabilidad y la certeza nos trajeron la religión. La certeza de unos pocos que, de manera relativamente objetiva —hipócrita yo—, creyeron en la existencia de la vulnerabilidad de otros muchos. No quiero sufragar las necesidades y las certezas del ateísmo, pero considero que me comprendéis. Yo asumo con certeza el hecho de ser ateo, y de vez en cuando llego a la conclusión a la que aquellos ciertos una vez llegaron para crear la dorada y reluciente estructura eclesiástica que sobrevuela nuestras cabezas. Una certeza que me permite colocarme entre la espada empresarial y la pared del espíritu, aceptando respetuosamente el objeto inamovible y cuestionando cuidadosamente aquella fuerza imparable que lo corrompe.

Una fuerza imparable que, camuflada de tantas maneras, puede llegar a reposar de manera apacible en el dormitorio principal de tu hogar. Pues de la religión siempre se extrajo una firmeza y autoridad que alimentó la educación. La gallina o el huevo, ¿tal vez ÉL? La vulnerabilidad de las aulas; la suciedad que llevamos desde que nacemos —y que unos pocos, que obtienen su jornal en estos lugares repletos de sudor, hormonas y felicidad, son capaces de manchar— a aquellos que solo buscan sonreír. El tiempo manchará tanto su codiciada alma que su boca se verá impregnada de un fango, endurecido y poco esclarecedor, que eliminará esa sonrisa y la transformará en una certeza cuya curiosidad se verá asesinada sin piedad alguna, dejando un rastro de sangre que, llegado cierto momento donde tu compañera de piso carezca de piel y cargue un gran palo afilado, se transformará en agua salada que brota de nosotros cada vez que no comprendemos con certeza lo que acaba de suceder.

Pongámonos en la piel de un infante.

Un niño. Aquel pequeño que todos fuimos una vez y nos pasamos eternamente añorando. Estamos en un aula. Una de esas antiguas —no tan antiguas, si lo pensamos bien, todos tenemos la misma imagen de aula, es en las pocas cosas donde un niño de cinco años puede coincidir con un hombre de sesenta. Delirante—. Tenemos seis años; seis años y medio, como nos gustaba decir. Primero de primaria. Primero de EGB para los románticos. Estamos en la segunda fila, pegados a la pared que da al pasillo por el que los niños de cursos superiores se dan el festín de vanagloriarse de tener un par de pelos más que tú en sus partes más nobles. Se están riendo de nosotros mientras la profesora de matemáticas te muestra las figuras geométricas básicas —círculo, triángulo, rectángulo, cuadrado…—, por si algún día me lee un niño de seis años.

Bueno, ya estamos ubicados. Estamos en la segunda fila a la derecha. Delante de nosotros un pupitre de madera pintado de verde cuyas patas de hierro lograron partirme un diente. He decidido utilizar la maravillosa herramienta conocida como Internet, la pongo en mayúsculas porque se lo merece, aunque niego si de verdad debe escribirse así. —qué más da, no se va a cabrear—. Pues he estado viendo imágenes para lograr expulsar de mi cárcel mental algunos recuerdos y he leído que eran comunes entre los años setenta y ochenta… conozco a gente que nació tras la época dorada de la selección española de fútbol que se ha criado tras estos pupitres.

Pues todos sabemos que seres son los que residen en aquellos aposentos cuya condena se expandía a través de los años sin ser revisada por ningún juez, aquellos lugares tan lejanos y obtusos conocidos como la primera fila. La primera fila repleta de personas culpables de haber sido sometidos a una certeza cuya vida delimitaría a partir de ese momento y les retiraría de las manos cualquier control que tuvieran, o quisieran tener, sobre su futuro. Su futuro ya no era suyo. No del todo.

Desde bien pequeños se les vestía de blanco y negro y se les colocaba una placa identificativa. En mayúsculas. Si se olvidaban del nombre que ponía en ella podían llegar a ser golpeados, humillados… no debían olvidar lo que eran. Pues son lo que son; y son lo que serán. Son unos cazurros.

Todos hemos conocido a niños así. Jóvenes considerados como tal. Lentos. Malos estudiantes. Estúpidos. Tontos. La conclusión es simple, está completamente adherida a una certeza cuyo único fin es la destrucción masiva del individuo en cuestión. Es categóricamente imposible que alguien sea ninguneado de esa manera desde que tiene tres años y termine siendo aquello que le hacían creer que era. Porque la gran mayoría de compañeros que he tenido, los cuales eran considerados los no avanzados del salón, han terminado siendo los no avanzados. Me explico, no concibo que un niño de tres años con dificultades —para estudiar, leer, aprender, relacionarse—, acabe creyendo que es inútil. La certeza completa una cruzada sin precedentes contra estos muchachos cuyas cualidades son totalmente despreciadas mientras que sus dificultades son expuestas con extrema visibilidad, fomentando a su alrededor una barbarie repleta de humillaciones; por parte del profesorado y del alumnado. La vida ofrece un millar de variantes donde poder reposar el resto de nuestras vidas, no aseguremos semejantes sandeces sobre las personas que formarán lo que todos alguna vez hemos conocido como futuro y evitemos usar la certeza, pues dificultades tenemos todos. No creo que al profesor de informática le gustara que le gritasen por no saber jugar a fútbol; o que a la profesora de ciencias le vaciaran la mochila por no ser lo suficientemente alta para encestar; o que al jefe de estudios le humillasen todos sus compañeros por desconocer la combinación de controles necesaria para superar el nivel de un videojuego.

Creer que seremos algo cuando todavía no somos. La empatía por el joven adulto que carece de seguridad para elegir una carrera universitaria, que dictaminará el porvenir de sus días, no rivaliza con la de un niño que sueña con millones de futuros posibles, mientras le hacen saber de lunes a viernes que no llegará a ser nada en la vida por el simple hecho de no saber realizar, con precisión, una resta con llevadas.

Certezas que la sociedad paga muy caro; con tristeza asumo que lo seguirá haciendo. Pues con una falsa certeza, observo con tristeza, como la certidumbre asume el rol de la resta… gritando sin ninguna preocupación: “¡me llevo una! Sonrío a causa de la nostalgia, hasta percatarme que ella no habla de números.

La capacidad de persuasión de una persona adulta sobre un niño

alcanza niveles que exceden la imaginación propia del mismo. Niveles donde su certeza confía en la existencia de un hombre jubilado cuya única función es la de recompensar la bonanza, disfrazarse de rojo y lucir una gran barba blanca. Tened por seguro que la creencia en sí mismo, en su capacidad y en todo aquello que puede alcanzar también puede ser un método efectivo para el porvenir del individuo. Y son igual de aplicables.

Con toda esta certitud apabullante que nos carcome como civilización,

¿por qué la certeza evoluciona? No hay mejor manera de percibir la inutilidad del asunto que nos atañe el hecho de observar como lo que creíamos verdad se disipa a lo largo de los años; seguridad cambiante y adaptativa en base a la cultura correspondiente. Lo que antaño iba a misa, hoy en día se percibe como un mensaje esposado de pies y manos, caminando por el corredor de la muerte sin saber si será aceptado en libertad. Esa idea, prisionera de sus circunstancias, una vez es reutilizada en el conocido presente, es catalogada como incierta; para la gran mayoría, al menos.

Principio que me resulta realmente necesario. Existen ciertos elementos que siempre he considerado tan universales que me parece una broma de mal gusto que su vida se vea reducida a menos de un siglo. El concepto universal del feminismo, una certeza moderna, cuyos beneficios se le eran otorgados a cuentagotas y tras una ardua pelea que no correspondía con la recompensa recibida. Todo derecho de trabajador ha sido logrado gracias a la insistencia del mismo. Seamos conscientes de todo lo que ha enfrentado la mujer para, hoy en día, asemejarse —con matices— al hombre; matices cuya resolución requiere de un trabajo de conciencia de todos y cada uno de nosotros, pues machismo y desigualdad continúa existiendo a pesar de todo. La compleja travesía de los trabajadores confrontando empresarios, policías, oligarcas, grupos paramilitares… quedan en poco cuando aconteces el hecho de que la propia mujer se sentía así de desprotegida, explotada y relegada en su propio hogar. Y las escasas gotas que regaban lentamente ese jardín, ya sea el sufragio femenino instaurado en la Constitución del año 1931, se veían inutilizadas con la presencia de déspotas como lo fue Francisco Franco, cuyas certezas, repletas de tradicionalismos, coartaron el papel de la mujer.

—Me gustaría nombrar a Clara Campoamor, abogada, escritora y política de nuestro país, cuyas hazañas permanecerán en el recuerdo de todos aquellos que valoramos su lucha incansable por las mujeres; falleció en el año 1972, en el exilio, sin recibir el reconocimiento que merecía—. Las convicciones aprietan, y estuvimos muchas décadas encorsetados.

¿Las certezas son impuestas? ¿Van de la mano junto al miedo y al desconocimiento? El miedo utilizado en el ámbito de la educación y la gobernación que logra calar en la profundidad del ser, haciéndole considerar cosas que en su interior niegue como acertadas. Pienso en el temor de aquel cuyo camino discierne del de sus allegados, pues es un elemento muy reiterado y repetitivo a lo largo de los siglos anteriores, la comodidad reside en la armonía del yo con el entorno. Es decir, si el yo no se adecúa a lo que su alrededor demanda, tal vez se sienta fuera de lugar y altere su zona de confort sin siquiera pretenderlo, pura naturalidad intrínseca que reside en el interior del individuo y que, más a menudo de lo que pensamos, emana con fuerza. La certeza de quien es obligado a dar por válidas las verdades del entorno y, en consecuencia, adaptarse a las mismas. Y, como la sociedad misma, el convencimiento evoluciona en conjunto con su adaptación a ella, pues bien sabemos que la teoría de la imitación so aprendizaje es una de las mayores constantes de nuestra existencia; y de la de todo ser vivo. Observar lo que nuestro deudo hace y sumarnos a su inherente movimiento sin saber muy bien por qué, como sociedad todos lo entendemos —en mi opinión, es una de las máximas para el mantenimiento de una armonía mínima —, pero como seres individuales nos llega la catarsis de cuestionarnos si el hecho de ser conscientes de un solo yo, un solo ser humano, nos permite realizarnos más allá del conjunto; es decir, ser diferentes. Con ello, el repudio de la certitud que acapara nuestra sociedad; por ello, la evolución.

Me explico mediante ejemplificación —y repetición—, todo lo que el ser humano ha logrado hoy en día, en cuanto a derechos se refiere, ha sido logrado e —irónicamente— obstaculizado por ellos mismos, el mayor enemigo de un ser humano, es otro ser humano —y el mayor enemigo de cualquier ser vivo, tal vez seamos nosotros también, pero eso es otro tema—; ya todos sabemos a estas alturas del estudio lo que nos lleva a pelear con nuestros semejantes.

El acto de observar cómo nos comemos entre nosotros por aquello que consideramos la verdad es el factor detonador de la catarsis, culpable de un incremento de individualización justificada y de la extrema necesidad de aislamiento social; considérese pues la objetividad de unos como renacimiento de otros, llevando consigo el susodicho de la sociedad… una y otra vez.

La ironía reflota con fuerza al dilucidar el factor de la evolución asociado al aislamiento. El cuestionarnos más allá del todo es aquello cuya empatía rebrota, permitiéndonos que el paso de los años sea menos prejuicioso, ya que esto ocultaría la supuesta verdad que se encuentra ante nosotros. Y es lo que ha hecho que medio siglo de distancia acapare excesiva evolución social. Desarrollo que, poco a poco, abarcará menos terreno, pues mi confianza en las sociedades venideras augura un grado de tolerancia nunca visto en años previos, la sustitución del autoritarismo a cambio de comprensión es el mayor truque que, como seres que vivimos durante la Revolución Neolítica, podríamos realizar. Pues todos conocemos a alguien que, por desgracia, no ha podido desarrollar todo su potencial humano por el simple hecho de nacer una o dos generaciones previas a la actual. Personas cuyos sentimientos eran indiferentes pues su vida residía en el trabajo y en la certeza impuesta desde niño. Entiendo los años anteriores como una época no tan gloriosa a nivel económico y social, comprendo el hecho de priorizar cualquier tipo de supervivencia por delante de los derechos en sí; a pesar de que considero a la obtención de derechos una manera de sobrevivir. Entiendo que acceder a las puertas del mundo con todo lo que se podía llegar a considerar “normal” era mucho más fácil. No había tiempo para plantearse las certezas —el porqué de la homosexualidad; el porqué del rol de la mujer; el porqué del racismo—, pero, al parecer, el tiempo abarcaba lo suficiente como para llegar a discriminar.

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”, una “certeza” bíblica que, como todo lo espiritual ostentado y manipulado por el ser humano, ha evolucionado. Algo tan antiguo como escrituras religiosas con miles de años de anterioridad que, como la objetividad de la que hablamos, varía dependiendo de los tiempos y los intereses del mismo. A la velocidad a la que vamos auguro un futuro donde en la propia iglesia se acepten las relaciones sexuales extramatrimoniales y trabajen personas del colectivo LGTBIQ+; pero creo que yo no estaré aquí para verlo.

Consideremos también, llegados a cierto instante de nuestra evolución y del desarrollo de la certeza, el hecho de poder detenernos en el espacio-tiempo y comenzar a caminar hacia atrás. Las nuevas tendencias ahondan en la certidumbre de nuestros antepasados y es algo que, irremediablemente, va a afectar a nuestros descendientes. Pues una vez alguien me dijo que llevábamos unos años tan bien que solo se podía ir hacia detrás; se había conseguido tanto, que ya no quedaba otra opción que destruir. Puedo estar razonablemente de acuerdo con esta afirmación, y, ante todo, es triste pensar que la gente joven olvida los valores que les han llevado a tener todo lo que tienen hoy, tanto hombres como mujeres. Hoy en día somos lo que la gente que luchaba contra las certezas de antaño ha logrado. Gracias a ellos, hemos construido una gran casa de madera repleta de valores, inclusividad y respeto… donde, sin considerar nuestro género, raza y sexualidad, somos bienvenidos. Debemos protegerla a toda costa. Intentemos evitar que entren a nuestro bonito hogar aquellos cuyo único objetivo refleja todo lo contrario por lo que hoy estamos como estamos. Termitas que solo buscan carcomer nuestras paredes y cuyas ideas nos cohibirán como sociedad, tal como sus mandíbulas arrasan nuestra querida madera.

PARTE 2: …PERO TODAVÍA TENGO QUE COMPROBARLO

Mientras que la certeza nos ancla en un estado de calma total, la duda nos induce a la incertidumbre, indecisión y desasosiego permanente; el hecho de dudar nos incita a la búsqueda constante. ¿Es bueno dudar de todo? Pues la respuesta es más compleja que una simple afirmación o una deprimente negativa.

Dudar es aquello que nos hace humanos, es lo que genera un arancel necesario para optar a tener una vida digna, interesante y feliz. La búsqueda constante, como antes he nombrado, es el hecho de no darnos por satisfechos a la hora de recibir y ofrecer, pues no debemos consentir que el conformismo se abalance sobre nosotros con uñas y dientes.

Y no estamos haciendo énfasis en el conformismo ligado a la obtención de metas, trato de exponer el hecho de la aceptación de aquello que creemos que es verdad; las facilidades asociadas a la resignación nos adentran en una senda oscura, repleta de falsa seguridad, donde todo lo que nos rodea es fruto de no sobreanalizar los estímulos. En un río repleto de ideas nos caracterizamos por ser unos pescadores muy selectos, ya que solo buscamos aquellas que se encuentran en la superficie, que nos benefician o nos aportan cierta sensación de embriaguez inmediata. Y el río es mucho más que la superficie, pues desemboca en una amplia masificación de agua repleta de complejas respuestas cuya organización y fundamentos no son menos ciertos, son diferentes.

El simple hecho de no bucear nos priva del acto más cercano a la verdad, a sabiendas que la verdad jamás será alcanzada; ninguno de nosotros, nunca, tendrá la verdad en sus manos. Poder semejante no se nos ha concedido, ni se nos concederá. Lo maravilloso de la vida se encuentra ahí, en la duda.

A pesar de, evidentemente, lo que se conoce como la seguridad; palabra que se utiliza, en mi opinión erróneamente, como antónimo a la duda. Dudar de todo no implica perder la seguridad en nosotros mismos, al contrario, genera ante nosotros un haz de luz cuyos poderes adheridos van mucho más allá: nos convertimos en seres valientes e inconformistas. Valientes por el hecho de exponernos mucho más allá de una simple máscara de falsa seguridad, e inconformistas pues no aceptamos falsas migajas para sentirnos mejor con nosotros mismos y el entorno.

Debemos a la duda todo desarrollo que, hoy en día, nos permite una calidad de vida mayor; es una herramienta que nos evita tomar decisiones precipitadas y nos permite valorar otros puntos de vista. Puntos de vista de necesidad, aunque no sea la nuestra.

La duda ha emergido desde lo más profundo para hacernos saber eso mismo, lo profundo que puede llegar a ser todo. Dudar no implica directamente cuestionar; dudemos de la osadía de no dudar pues bien es sabido que nos otorgará beneficios que, a la larga, recordaremos con cariño. Incitemos a la duda a aquellos que dependen de nosotros, pues así lograrán encontrar lo más valioso. Te abordarán con múltiples cuestiones, preguntas inverosímiles cuya respuesta te parecerá sencilla, pues un pensamiento impuesto sobre ti sabrá que responder a la perfección. La fina línea entre lo que crees bueno y lo que no tanto. Los valores, las políticas, la sociedad, la cultura. La opinión preestablecida y mejorada a lo largo de los años.

Mi abuelo fue tal; por ende, mi padre fue cual; y, en definitiva, yo soy tal cual. Y tal cual intentará abordarte en esos momentos donde tendrás que pensar con velocidad, pues los niños, cada vez más, necesitan estímulos. Y si tu velocidad no se adapta a su capacidad de atención y/o entretenimiento, acudirán a otra parte donde, tal vez, la respuesta sea mucho más rotunda y segura-de-sí-misma que aquella que tal cual podría espetar.

Pues si, llegado el momento, una joven hija de tal cual, nieta de cual y bisnieta de tal, te aborda con preguntas que moldearán su pequeño y delicado mundo, y cuya respuesta dictaminará el porvenir de sus días, semanas, meses y años. Tal vez el porvenir del mismo mundo que nos acoge a todos en su seno. ¿Por qué esto es así? ¿Por qué esto es asá? ¿Por qué menganito es así? ¿Por qué menganita no es asá?

Pues no lo sé, encuentra tu verdad.

Saquemos del olvidado cajón de nuestra mesita las palabras que a todos se nos están viniendo a la cabeza ahora mismo:

objetividad y subjetividad; tal vez sea mejor denominarlas como objetividad vs subjetividad. ¿Qué es cada una? ¿La objetividad existe? Una opinión objetiva podría ser que el capitalismo está basado en el libre mercado, mientras que una subjetiva sería que genera desigualdad socioeconómica. ¿Es esto cierto? Pues parcialmente podría serlo, esto que estáis leyendo podría ser objetivamente un libro: es un conjunto de hojas que, encuadernadas, han formado el ejemplar que tienes en la mano. No quiero desvariar en la locura que atañe el hecho de negar la existencia objetiva de las cosas e, incluso, negar su porqué. Negar que un libro sea un libro, pues el ser humano, de manera subjetiva, decidió denominarlo así; el hecho de negar la objetividad so acción del ser humano nos llevaría a un lugar muy oscuro y sin retorno.

La objetividad asociada a la ciencia es la única cuya posibilidad acepto sin asociarle otras lecturas. La ciencia es aquello que nos ha permitido entender un poco mejor la grandilocuencia de todo lo que nos rodea. Es la única que nos permite ver las cosas como realmente son, no como la subjetividad nos hace creer. Todo es subjetivo, sí. Tú ves algo de color rojo y hay personas que no lo pueden dilucidar así. ¿Es una enfermedad el daltonismo? ¿O somos los demás quienes estamos enfermos?

Hay una objetividad triste tras otra objetividad base, llamémoslo así. La objetividad base es aquella que hemos comentado a lo largo del texto, cuya presencia se remonta a nuestro primer aliento. Las bases de la cuna en la que nacemos delimitan todo lo que creemos objetivo. Nos pasamos la vida luchando y defendiendo esa objetividad base. Nuestras creencias—políticas, religiosas o sociales— son el mayor ejemplo. Defendemos corrientes políticas, existencias superfluas y quebrantamos libertades a nuestro antojo por una objetividad impuesta; la asumimos con franqueza, y nuestra vida comienza a cerrarse… como si el conocimiento prófugo de la libertad fuera un enorme círculo cuyo radio se reduce con parsimonia, con nosotros en el centro de la vorágine.

Si nos engulle, tal vez podamos escapar, pero mejor no tentar a la Diosa fortuna.

Luchemos por desquitarnos de la objetividad base,

intentemos asumir el rol de educar en función del respeto, la empatía y el amor. Los tres pilares que transformarán cualquier osadía subjetiva en una opinión que, sencillamente, difiera de otra. La carencia de estos tres pilares acarrea en sí una oleada de objetividades que logran, como he repetido a lo largo del ensayo, que el mundo no avance a la velocidad que merece, o que, cuando ha podido hacerlo, retroceda.

Infundir odio, miedo y animadversión en un ser todavía por moldear implica la pérdida de un activo. Jerga bélica aparte, considero que existe un grupo que habita nuestro mismo planeta cuya función parece ser destruir su desarrollo natural, a sus habitantes y todos los seres vivos que lo habitan. Los seres humanos luchamos constantemente contra nosotros mismos, nos hemos vuelto excesivamente conscientes de la existencia humana que, un grupo reducido, parece no percatarse de todo lo demás. Y esa educación clausurada está sumida en la aleatoriedad del hecho: pues igual que se le puede enseñar a un niño a asumir un rol machista, se puede educar a una mujer en el machismo. Cuando te vuelves consciente del entorno captas con tristeza este segundo ejemplo, y no solo ejemplos de antaño. En la actualidad muchas mujeres siguen siendo vulnerables al factor de las certezas misóginas que han cohibido su libertad, y, tal vez, lo harán el resto de sus días.

La objetividad base puede hacerlo.

Cuando en la base en sí no existe capa alguna de valor, pueden encontrarse movimientos hipócritas hacia uno mismo. Es decir, naces de manera aleatoria en un lugar u otro, sin apenas poder defenderte —pues careces de opiniones y experiencias— y te entregan un arma. Un arma cargada. Te dicen que la agarres con las dos manos, con seguridad. Puede ser que seas tan pequeña que no entiendas muy bien lo que está sucediendo. Te sudan las manos; la culata se resbala. Alguien te ayuda agarrarla con fuerza, probablemente tu padre. Te dice que te descalces y tú obedeces. —Cierra el ojo izquierdo—.

Entre los dos agarráis la pistola y comenzáis a descender, lentamente. El dedo índice en el gatillo, tú no sabes si quieres apretarlo, pero un dedo sobre ti comienza a hacer fuerza. Suena un estruendo. Tu padre sonríe, parece haber salido bien. —Muy bien, cariño—. Miras hacia abajo. Un agujero enorme en tu empeine.

Entonces, tras la objetividad base se esconde un aliento de desesperanza

cuya convicción jamás podrá ser reconocida, pues nacemos con los ojos sucios, ¿no es así?

Las certezas de familia nos delimitan, pero nos hacen ser quien somos. El hecho de caminar todos por la misma senda resuena como un mal augurio. La objetividad no solo nos permite etiquetar, sino que nos etiqueta. Somos lo que somos por aquello en lo que creemos. Nuestra existencia rezuma certeza.

Lo cierto limita y nos hace ser; por ende, ironía. ¿Es la objetividad una ironía? Enmascarar la tendencia ideológica como neutralidad lo es. Es decir, la propia idea impuesta sobre ti expresada como generalización. Tú lo ves como un axioma, no tienes ni que demostrar la certeza de aquello que dices, mas es cierto que enfureces si alguien te pide tal demostración. Tal vez, la única manera de afrontar el hecho de entender la irónica y estridente certeza sea mediante la catarsis del sujeto. O puede que, milagrosamente, la catarsis provenga del devenir humano tras la obtención de dicha información. ¿Requerimos de un conocimiento para la purificación? ¿O partimos de un saneamiento que nos permita alcanzar el conocimiento? Como en apartados anteriores no haré uso de aquello que pueda creer, pues si algo puedo llegar a saber, es que en mí reside la incertidumbre. Aprender a entregarse a la bella duda que aguarda tras todo lo que nos destruye, un tenue velo que logre opacar el juicio tras la susodicha empatía. La catarsis, si en alguna parte está, puede hallarse justo ahí. Tras la duda. Alegando el momento donde no se espera la obtención del conocimiento ni se asume que carece de plasticidad. La necesidad de saber y el alivio de no hacerlo. Puede que, al final de todo, el hecho de colocarnos, de manera dificultosa, en la piel del otro logre aquello que tanto ansiamos.

Sea como fuere, todo ser humano requiere de esa catarsis.

Tal vez lo asuma por capricho, pero lo asumo con sinceridad. Es el cambio necesario para desestructurar la mayor artimaña del ser humano utilizada para derrocar a la raza humana.

El cambio en la percepción del entorno, el prójimo y todo aquello que le hace ser. No trata de generar un buenismo adimensional donde todo sea permitido y esté regido por unas reglas que opriman lo cultural. La base susodicha habla del respeto, por una parte, y por la otra; el hecho de respetar a quienes respetan es una norma no escrita más arcaica que la propia acción de respetar. Por ello, el estudio no trata de ser buenos samaritanos evitando dañar los sentimientos ajenos. Trata de intentar entender por qué nos envuelve. Las consecuencias que nos definen: palabras y actos. Los elementos estructurantes que componen a cada individuo y que, la propia certeza, se encarga de que vivamos destruyendo. Los ajenos, claro está. Pues ser conscientes y, no menos importante, consecuentes de nuestras “objetividades” es aquello que más dificultad impone. ¿Por qué? Porque como se nombra en el primer apartado, porque nuestra capacidad de empatía es muy limitada; en algunos casos llega a carecer de existencia alguna esta característica, pero incluso poseyéndola es muy difícil hacerle honor al hecho en el que se centra.

En la sociedad de hoy en día, carente de empatía alguna, como todas las anteriores, hemos simplificado el acto empático a un simple abrazo o un brazo por encima del hombro; existen casos de confusión donde el hecho de apartar la mirada mientras a alguien le abren en canal se considera un gesto empático. No confundamos sensibilidad y empatía. Una es una cualidad nonata y la otra es una acción social. Partamos de la base de que cualquier persona cuyas raíces carezcan de respeto, comprensión o libertad, carecerá de la misma. Pues la empatía no es selectiva. Observar una injusticia y estremecerse carece de geolocalización. Es conocida la ley de la cercanía: cuánto más cerca se me escupa, más me erizaré. Pero esta norma no escrita, cuyo nombre acabo de escoger, no te salva de la certeza que te define como racista.

El ejercicio empático es necesario, pero es el primer paso. Probablemente no nos atañe como el que más, pero sí que tiene que existir en nosotros. O, al menos, indicios de la misma. Pues el paso más importante es similar. Solemos hacer incisos, como sociedad, en aquellos cuyas bondades adhieren al resto; los pensamientos están en lo ajeno, en el prójimo; las acciones apoyan las causas que no benefician al ego. El punto al que quiero llegar es que, para ser conscientes, requerimos de la autoconsciencia. Conocimiento, introspección y reflexión. Tres apartados arropados por la autoconsciencia individual y que nos permiten ir más allá tras la obtención empática.

¿De qué sirve ponernos en la piel del otro si desconocemos el porqué de la nuestra? Esa es la pregunta que planteo, que trae consigo la unión de otras muy comunes. ¿Podemos amar sin amarnos? ¿O sin conocernos? La respuesta está llena de conjeturas y de causalidad. Pues cada caso es un mundo, pero sí que podemos amar sin amarnos. Pues, como he dicho, el prójimo suele ir primero. Al caso, ser conscientes de nosotros es tan importante como ser conscientes de aquello que tenemos. El hecho de calzar las mismas zapatillas diariamente hará que dejemos de verlas como simples zapatillas y comiencen a ser parte de nuestro ser. La costumbre nos convierte en seres menos receptivos a estímulos inesperados, y estamos muy acostumbrados a nosotros mismos. Es crucial saber quiénes somos. Todos te obligarán a lo largo de los años a saber qué quieres hacer con tu vida, con quién quieres pasarla y por quién dejarla. Nadie te invitará a intentar encontrar quién eres en realidad.

En vista de que todo tiene límites —la sociedad cultural posee normas que nos rigen—, evitemos claudicar y ceder ante el hecho. Somos seres curiosos por naturaleza y, como tal, debemos estar muy seguros de qué somos. Pues si, llegados a cierto punto, lo desconocemos, tal vez sucumbamos a la cruda realidad. Pues el cambio está en nosotros. La certeza de aquello que no se sabe si es cierto. La aporía que nos lleva a la incertidumbre, y, por ello, a lo más verdadero que podemos llegar a alcanzar como seres mundanos. Somos, cada uno de nosotros, la única verdad que hay. No perdamos el tiempo buscándola en otra parte.

Observamos las libertades que nos aguardan a día de hoy.

Pensamos que el hecho, como ya está escrito, viene debido a la muerte de la certeza. Es verdad. ¿Pero cómo matar a la certeza cultural? Abrazando sistemáticamente el trabajo que ocurre en el fuero interno del ser, sería una respuesta. La raza humana ha desarrollado una mayor capacidad de reconocimiento de estados internos y externos —pensamientos, emociones, motivaciones y comportamientos—, alcanzando el cénit más avanzado que jamás hayamos podido observar. Es el punto clave de la evolución humana, volvernos conscientes de nuestro inconsciente. Implica el inicio de la observación de patrones, impulsos, miedos y deseos que operan sin que les prestemos atención, y comenzar a integrarlos. Tal vez los pasos que ha caminado el humano no están basados en el crecimiento exterior de la sociedad. Puede que la clave de toda evolución fuera crecer hacia dentro. Todo desarrollo suele ser visto de manera muy superficial —sistemas, tecnologías, moda—, pero si el ser individual carece de tal evolución interna y consciente —recordémosla como catarsis; la catarsis de la evolución—, nos condenaremos al paso del tiempo. Es el despertar, cuestionar, observar y transformar del individuo aquello que lleva millones de años de evolución.

La certeza es la consecuencia de no asociar el autodesarrollo de la persona como clave del desarrollo de la sociedad. Es la imposición de aquellos que no logran ver más allá. Dicha verdad que poseen carece de respeto alguno y viene con altas dosis de imposición al prójimo. Pues sabemos que carecen de empatía y, por ello, de autoconsciencia. Ahora podemos llegar a comprender que la evolución de nuestro hogar cultural se encuentra en el raciocinio y el desarrollo subconsciente. Por ejemplo, esta evolución ha permitido que hoy en día los niños no trabajen, hace cuarenta años era normal ver a niños en el campo ayudando a sus familias o trabajando en negocios familiares; no asumo que hoy en día haya cesado, es un ejemplo histórico del que dispongo. Pues esta autoconsciencia diferencia a aquellas personas que te recriminan que a su edad ellos ya trabajaban —teniendo diez o doce años—, y aquellos que agradecen que hoy estemos como estemos, ya que el mundo laboral —y especialmente uno tan precario— no es lugar para un niño. Diferencias internas que mueven mundos: querer un servicio militar obligatorio o verlo como una estupidez; añorar una dictadura o agradecer los procesos democráticos; normalizar la violencia —doméstica y escolar— o educar en base al amor.

La tierra no cambia. El césped es el mismo de antaño. El mar sigue igual. Desastres naturales. Vegetación. Fauna. Diversidad. Todo está muy parecido, pero hay un cambio crucial. Aquellas personas cuyos ojos ven lo externo y se turban, observan en su interior y saben qué dirección debe coger el mundo. Esas personas nos salvarán. ¿Lo necesit…? Evidentemente sí, necesitamos ser salvados. Lo fuimos y espero que lo sigamos siendo. Es nuestro clímax existencial. Un clímax que se repite muy a menudo —tal vez demasiado, aunque, como he dicho, espero que sigan siendo así— debido al hecho diferencial de certitud. Todos conocemos tiranos cuyo cargo es el de gobernar al pueblo a sabiendas de que, dado el supuesto, acabarían con todos nosotros a cambio de tener unos bolsillos más pesados. Muy pocos de su calaña han sido personas aptas para el desarrollo correcto, funcional y revolucionario de nuestro devenir. Imaginad contra cuanta certeza ha tenido que luchar el pueblo.

Alguna vez ha sucedido la revolución del individuo contra el Estado opresor, cuyo resultado permitió al pueblo lograr el más absoluto movimiento democrático posible. Sea dicha la Segunda República Española, cuya longevidad no alcanzó la década. Mientras que, en su sustitución —golpe de estado— tuvimos una dictadura militar. Ésta tampoco llegó a la década, pues llegó a más de tres. Es decir, hasta hace no tanto, el órgano mandatario se encargaba de reducir a más no poder la libertad individual, ahondando en la imposición de certezas como fórmula de gobierno.

La autocracia no doblega lo más mínimo. Es rígida. Tal vez el hecho de escuchar bienaventuradas palabras de tiempos pasados nos hagan creer en verdades repulsivas. Eran tiempos y vidas angostas. Repletas de sufrimiento para aquellos incluso que abogaban por el autoritarismo impuesto. El hecho de no poder decir lo que una piensa por temor a una represalia, tal vez no sea la época dorada a la que estamos destinados. Hoy en día, cada vez más, observamos a cientos de personas con un micrófono en su haber —y conexión a internet, esta vez en minúsculas (el tema lo requiere)— haciendo alusión a una carencia de libertades a la hora de expresar sus pensamientos u opiniones. Tal vez sea yo, puesto que, cada vez que visito cualquier página, observo cantidad de discursos ideológicos extremos: opresión, violencia política, limpieza étnica o genocidios. Toda la palabrería repleta de un sentimiento de impotencia que buscan imponer en sus followers más afines o influenciables. El odio rige el discurso que, asimismo, aporta rigidez a la figura del ser humano. El odio externo vive del miedo interno.

Tal vez, y espero que así sea, las objetividades base de estos individuos hayan generado en ellos un miedo tan atroz que no sean capaces de sostenerlo. Nacemos como lienzos en blanco y todo aquello que carezca de libertad alguna solo hará que teñirnos. La negativa de semejante acción es el factor inaudible de ensuciar al resto, mas sabemos que cuando alguien está sucio y te acercas de más no queda otra que compartir. Somos esencias muy contagiosas. La existencia lo es por naturaleza: si, por ejemplo, te pasas un año entero sin moverte al lado de un árbol, lo más probable es que te engulla. La vida es muy territorial y todo lo que parece suyo, lo será.

Todos tenemos ejemplos de personas que, al aparecer, generan sinergias extremadamente positivas ya sea por su forma de ser o por lo que sabes de ellos. Al contrario también sucede. El mundo ha llegado a su extremo más contagioso —hablo de la ultraconectividad, no del Covid-19. A sabiendas de que la gran mayoría de ejemplos que puedo llegar a nombrar niegan semejante existencia—. Ensuciarse es más fácil que nunca y, tal vez, ese respeto repleto de libertad tenga que ser transformado en muchas conversaciones con los más jóvenes de nuestra civilización. No considero opción alguna el hecho de limitar, el porcentaje que trae consigo es pura matemática —las matemáticas son ciertas, ¿no?—. Debemos educar en valores espolvoreados de respeto y empatía. El respeto implicará que los más vulnerables reconozcan y valoren la dignidad, los derechos y las opiniones del prójimo, mientras que la empatía les permitirá realizar el ejercicio esencial de ponerse en el lugar del otro, comprendiendo sus experiencias y sentimientos.

Vistos así, en un par de frases, no resuenan con tanta fuerza como si enfatizas en ellas: RECONOCIMIENTO DE LA DIGNIDAD, VALORACIÓN DE LOS DERECHOS, ESCUCHA ACTIVA, EVITAR EL PREJUICIO, COMPRENSIÓN DE LOS SENTIMIENTOS, FOMENTO DE LA CONEXIÓN SOCIAL, GENERACIÓN DE APOYO… son los elementos más plausibles que poseemos y, sin embargo, la escasez de los mismos parece más notoria que nunca. Tal vez la cultura ejerza su poder, noticiarios donde predomina el titular y, cada vez más, cuanto más crudo mejor. La sensación alarmista que nos rodea y no, no por el hecho científico de un cambio climático que clama desesperado tras tantos años de sufrimiento, sino por creer que existe algún tipo de conspiración que busca cerrar la boca a aquellos que difunden blasfemias a través de medios con millones de espectadores.

“Ya no se puede decir nada”, dicen. Personas que en el programa más visto de la televisión pueden hacerte creer en la certeza de que antes se vivía mejor, mientras insultan al presidente de su gobierno, todo ello, repito, en el programa más visto de la televisión —el odio genera buen marketing—. Creo que no somos conscientes de las libertades que poseemos y, como sociedad, es triste observar como nuestra frustración se refleja en un par de energúmenos con un micrófono delante que, junto a los energúmenos que no poseen tal instrumento pero comparten adjetivo, moldean a los más jóvenes en una hostilidad poco casual. Niños que creen saber de lo que hablan, a pesar de que ni sus propios padres lo saben en realidad. Se sumergen en una espiral de odio y de no entendimiento que, como se ha explicado en páginas anteriores, les limitará como seres individuales. Y esa limitación se contagiará.

Tengo pocos ejemplos de personas que han salido nítidas de ambientes cochambrosos. Los pocos que tengo suelen acarrear consigo valores suficientes para emprender el camino del respeto y la libertad, pero heridas tan grandes que les condicionarán el resto de sus días. Pues más sencillo es vivir sucio entre suciedad que luchar por mantenerte lo más limpio posible, ¿no? El hecho de dejarse llevar conlleva un gasto de energía mucho menor. Es de valorar el hecho de nacer en un lugar que carece de valores y libertades, y enfocar tu vida en esas carencias. Preguntar el porqué de las cosas, buscar lo fidedigno, a las personas, seres humanos.

Concluir con tus verdades asomando más que nunca es, tal vez, la tónica del texto. Es difícil escapar de nuestra certeza. Intentar pensar si lo que nos dicen es lo que consideramos aceptable. Respetarnos como sociedad y, no menos importante, respetar al mundo. Lo único que puedo asegurar es que la ciencia es cierta. Lo más probable es que existan minorías cuyo objetivo sea el de hacernos creer que los pájaros son espías del gobierno, que la tierra es plana y que son ellos aquellos que están despiertos. Puede que la verdad esté de su parte —no lo creo—, pero sí sé que si cumplen los mínimos, yo estaré feliz.

Tú, como individuo, puedes creer en Dios —el que sea—, en que el planeta tiene forma de escritorio, en que eres la persona más inteligente del planeta pues estás descubriendo por tu cuenta como Elon Musk nos está controlando y, ignorantes nosotros, lo permitimos. Quién sabe si serás un loco o un genio —la diferencia entre ambos adjetivos es muy improbable dilucidarla a simple vista—, pero no limites al resto.

A ti, señor de cierta edad que va paseando por la calle y cuya educación y valores brillan por su ausencia, ¿qué te importa —permíteme tutearte— que dos personas del mismo sexo vayan de la mano? Las personas que ven problemas semejantes son aquellas que sobran en la sociedad. Mi verdad es que yo apoyo toda minoría reprimida y castigada, pero aunque no lo hiciera ¡Y A MI QUÉ! El amor es amor, lo entiendas o no.

Siento afirmar que mis verdades ya han sido descubiertas. Yo lo veo como algo básico, utilizar una estructura que empiece derrocando la certeza y al final abogue por la certeza. Es un círculo. No hay nada cierto, ¡pero respeta! Mientras dices que respeten, estás aludiendo a la certitud. ¿Cómo se defiende el respeto sin volverse también dogmático? Entonces, ¿nos mostramos impasibles ante la discriminación? Como desconocemos a la persona que tenemos en frente, ¿debemos tolerar las faltas de respeto?

La verdad se puede entender como la ausencia de duda. La duda nos lleva un paso más hacia la verdad. Dar vueltas y vueltas para lograr un mundo donde se respete* a aquel que respeta y no se tolere al intolerante. El bucle no es descabellado y aunque no me guste hablar mal de nadie, si, por cualquier razón, tu certeza te induce a generar odio, permíteme entonces llamarte imbécil. Esa es mi verdad.

*Clavar mi estrella en el cielo.

PARTE 3: ¿Y SI NO HUBIERA NADA?

Nos topamos con el dogmatismo antidogmático. Conocida paradoja pragmática que no surge por una contradicción—digamos—lógica, sino porque la acción en sí contradice nuestro principio. Buscar libertad mientras no permitimos que las ideas poco tolerantes existan, es decir, estamos adaptando nuestro ideal.

Tal vez el mundo requiera de esa maldad—diversidad, para sus acérrimos—. Paradoja similar a la planteada por Karl Popper: si toleras todo, incluso la intolerancia absoluta, la tolerancia desaparece. El bucle que menciono anteriormente es real, la vida es un círculo vicioso. Vivimos atrapados en contradicciones, repeticiones y tensiones irresolubles. La historia se repite de manera constante, nos dejamos la vida luchando por la libertad y luego imponemos nuevas formas de control, buscamos sentidos a la vida, pero negamos los que existen por su evidencia excesivamente refutable.

Cabe la posibilidad de que la única forma de entendernos sea enfrentarnos con conciencia a nuestras propias contradicciones. Y como carezco de la verdad, de la mentira y del dogma, y —como el resto— estoy condenado a la espiral con retorno de transformación, me limitaré a escribir de manera poética aquello que reside en mí. Pues sé que la poesía, muchas veces, es el medio de expresión más humano. Aunque me agota aparentar saber. Deseo que un verso libre muestre mucho más de mí que yo mismo.

AL FINAL, SIEMPRE ES LUNES

Dudo de mi presencia,
socavo mi corazón;
No encuentro más opciones:
¿Será que es el fin?

Las verdades duelen,
por eso miento.
¿Yo quiero ser famoso?
Quiero no trabajar diez horas.

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

Y si miento,
no lo tengas en cuenta.
Sí que te pido perdón,
pero tal vez sea lo mínimo.

¿Existo o no?
¿Tú lo sabes?
Yo no sé si existes;
ojalá sea verdad.

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

Puede que nunca lo sepamos,
lo infinito del asunto:
¿seres gigantes que nos observan
desde algún lugar?

Sí, la locura existe
de una manera triste.
Fuera de este círculo,
¿seguiríamos siendo?

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

El bucle es existencial,
está en nosotros mismos;
no podemos percibirlo,
pues lo abrazamos con orgullo.

Ojalá fuera de él sigas existiendo,
aunque me cuesta creerlo.
Si tú no existes, yo no existo;
entonces no tiene importancia.

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

Si yo no existo,
¿Qué más da?
El mundo no me necesita,
lo más probable es que muera.

¿Y si no muero?
Quién sabe si podré escapar.
¿La muerte es cierta?
Yo también, ¿no?

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

Tras el juicio,
solo veo desierto.
La duda es un oasis,
quizá un espejismo.

Mas sé que estoy loco
por creer que no lo estoy.
¿Dónde está mi cordura?
Tal vez en aquel oasis.

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

Dudo de todo,
pero no de nosotros.
Cuánto interrogante
tendré que soportar.

Cada vez estoy menos seguro
de lo que soy.
Aun a sabiendas de que, todavía,
no sé si soy.

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

El mal habitará entre nosotros,
pues es subjetivo.
Hay gente que se alegrará
en tu día más triste.

La noche que más llores,
la gente hará el amor en tu honor.
Tal vez yo lo haga,
pero tampoco me lo tengas en cuenta.

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

No puedo frenarme ni un segundo,
nadie me va a esperar.
¿El bien y el mal?
No sé si les gusto.

Si alguna vez le gusté a alguno,
no fue correspondido.
Mi corazón pertenece a otros,
seres sin etiquetas.

Solo sé que si muero mañana,
espero que sea lunes.

Ver una cara larga ese día
no sería novedad.
Y si veo una cara feliz,
me pondría contento,
ya sea por mi muerte
o por la semana que arranca.

Aunque, si muero,
tal vez no vuelva a ser.
Y, si soy de nuevo,
maldeciría el bucle.

Lo único que me llena,
si se puede decir así,
es saber que, algún día,
me tendré que despedir.

Share this content:

Pablo Ferrando (Valencia, 2002) es un joven creador audiovisual y literario que desarrolla su trabajo principalmente en el cine de género, con un marcado interés por el terror psicológico. Su trayectoria combina la dirección de cortometrajes con incursiones en la escritura, abordando temas como la identidad, el miedo y la muerte. INSTAGRAM: pabloferrando02

Publicar comentario