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Y si el universo elige a través nuestro?

La materia devenidamente para preguntar por si misma.

Capítulo 1 – El origen del misterio

“El universo no es una máquina sin alma: es una inteligencia en evolución, que se despliega y se reconoce a sí misma en cada forma de vida.”
José Tomás Zeberio, Las leyes de la evolución creadora


 El ser que pregunta

Entre todas las criaturas del universo, el ser humano parece ser el único que pregunta.
No solo reacciona. No solo sobrevive. No solo se adapta.
Pregunta.

Pregunta por el tiempo, por la muerte, por el amor, por el sentido, por el origen.
Pregunta aún cuando sabe que puede no haber respuesta.
Y sigue preguntando, como si el simple acto de hacerlo lo acercara a una verdad más profunda que cualquier certeza.

¿De dónde venimos?
¿A dónde vamos?
¿Hay algo más allá de la materia?
¿Estamos solos?
¿Quién soy yo?

Estas preguntas no son errores de una mente hiperactiva.
Son la marca más clara de la conciencia despierta.
Preguntar es lo más humano… y quizá lo más divino.


La locura de preguntar y el dolor de no tener certezas

“El que pregunta se arriesga a perder la paz.
El que no pregunta ya la perdió.”

Desde niño supe que algo no cerraba.
El mundo parecía ordenado, pero ese orden era superficial.
Bajo las leyes, las religiones, las costumbres, había algo más: vacío o misterio.
Y entonces empecé a hacer preguntas.
No por rebeldía, sino por necesidad.

¿Por qué estoy aquí?
¿De dónde viene el pensamiento?
¿Existe el alma o es una ilusión sofisticada?
¿Y si la realidad que percibo no es “la” realidad, sino solo un reflejo?

Pronto descubrí que preguntar tiene un costo: la incomodidad de no tener certezas.
Las respuestas que me daban eran fórmulas, dogmas o frases hechas.
Y detrás de cada respuesta… otra pregunta.

A veces desearía no haber empezado este viaje.
Pensar duele.
Dudar desgasta.
Saber que la mente tiene límites… desespera.

Pero en medio de esa angustia, también descubrí algo sublime:
no saber lo que somos es el primer paso para serlo.
El que cree tener todas las respuestas ya ha cerrado su universo.
El que sigue preguntando, sigue naciendo.

Preguntar es un acto de locura.
Pero también es un acto de amor.
Solo el que ama la verdad más que su comodidad se atreve a vivir sin certezas.

Este capítulo no va a darte respuestas definitivas.
Pero va a invitarte a pensar distinto.
Y tal vez, a sentir distinto.


El universo responde a preguntas, no a certezas

Vivimos en una cultura que premia al que “sabe”.
El que afirma con seguridad, el que tiene la respuesta rápida, el que no duda.
Pero cuando miramos más profundo —en la ciencia, en la filosofía, en la vida interior— descubrimos una paradoja:
los descubrimientos más transformadores nacieron de preguntas, no de afirmaciones.

La mecánica cuántica, por ejemplo, no surgió porque alguien dijo: “Así es la realidad”.
Surgió cuando alguien se atrevió a preguntar:

“¿Por qué una partícula parece comportarse como onda cuando nadie la observa?”

Esa pregunta —tan humilde, tan loca— cambió para siempre la física.
Porque preguntar abre un espacio que la afirmación cierra.

El universo, como si fuera consciente, no se deja atrapar por certezas.
Cuando creemos haberlo entendido, nos responde con una paradoja, una excepción, una grieta.
Pero cuando le preguntamos con autenticidad, responde con sincronía, intuición o silencio fértil.

Lo mismo ocurre en la vida espiritual.
El místico no dice “sé quién soy”, dice “¿quién soy yo realmente?”.
El sabio no dice “así funciona Dios”, sino “¿cuál es la naturaleza de la existencia?”.

En mi experiencia, el universo se comporta como un espejo:

  • Si le gritas una afirmación, te devuelve eco.
  • Si le haces una pregunta verdadera, te devuelve un reflejo.
    Uno que no siempre entiendes… pero que transforma tu manera de mirar.

No todas las preguntas cambian el mundo.
Pero toda transformación verdadera comienza con una pregunta sincera.


Los grandes descubrimientos fueron accidentes… guiados por preguntas

Otra paradoja:
La mayoría de los descubrimientos que cambiaron la historia no fueron planeados, sino accidentes reveladores.

  • Penicilina: Alexander Fleming olvidó limpiar unas placas y vio cómo el moho mataba bacterias.
  • Rayos X: Wilhelm Röntgen no sabía qué buscaba. Estaba experimentando con tubos de vacío cuando algo invisible atravesó su cuerpo.
  • Microondas: Percy Spencer tenía un chocolate en el bolsillo mientras trabajaba con radares. Se derritió.
  • Mecánica cuántica: nació porque la física clásica no podía explicar lo que observaban los experimentos.
  • El Big Bang: fue propuesto para explicar un “ruido” de fondo en la radioastronomía.

Esos “accidentes” no son azar puro.
Ocurren cuando alguien está explorando, se permite dudar, y no descarta lo inesperado.
No son errores: son revelaciones para quien tiene los ojos abiertos y el ego desarmado.

La pregunta auténtica —esa que nace de una mezcla de asombro, incomodidad y humildad— crea el espacio interno para que lo inesperado aparezca.

Las certezas, en cambio, quieren controlar.
Pero el universo no se deja controlar: se deja escuchar.

Tal vez, el conocimiento verdadero no es una línea recta hacia la respuesta, sino un camino de preguntas, tropiezos y epifanías.
Y el mayor error… es creer que no hay más por descubrir

El misterio como condición del ser

Vivimos rodeados de causas, efectos, datos, algoritmos…
pero el misterio sigue siendo lo más real.

¿Por qué existe algo en lugar de nada?
¿Por qué puedo sentir, pensar, recordar?
¿Por qué, si estoy hecho de polvo estelar, puedo preguntar por las estrellas?

La ciencia avanza, pero no elimina el misterio: lo reorganiza.
Cada respuesta auténtica abre una nueva grieta.
Y desde allí vuelve a nacer la pregunta.

El misterio no es lo que aún no sabemos:
es lo que no puede saberse desde afuera.

Solo puede vivirse… y arderse.


 El universo imperfecto: ¿una búsqueda de sí mismo?

Hay quienes creen que el universo es un mecanismo perfecto.
Pero entonces…
¿por qué necesita evolucionar?
¿Por qué se mueve, se transforma, se rompe?

¿Y por qué genera dentro de sí seres que lo interrogan?

¿No será que el universo mismo es una pregunta,
y que nosotros somos la forma en que esa pregunta toma conciencia de sí?

Tal vez no somos observadores del cosmos.
Somos sus nervios.
Somos su lenguaje.
Somos su duda.



La conciencia vino antes?

Durante siglos, la ciencia buscó explicar la conciencia como un producto tardío del cerebro.
Pero…
¿y si fue al revés?
¿Y si la conciencia es anterior a la materia?
¿Y si la materia es apenas una forma congelada de esa conciencia?

Esta intuición —compartida por físicos cuánticos, místicos, y algunos filósofos modernos— pone el universo patas arriba.

No seríamos simples accidentes biológicos,
sino expresiones temporales de una inteligencia que no necesita ser nombrada.

La materia puede organizarse, pero no puede preguntarse por sí misma.
La conciencia sí.


¿Estamos hechos para matar a nuestro Creador?

Hay una tensión dolorosa en el alma humana:
por un lado, busca lo sagrado.
Por otro, lo destruye.

A lo largo de la historia,
el hombre ha perseguido, negado, exiliado o asesinado aquello que más profundamente lo conectaba con su origen.

¿Será que tememos demasiado a la verdad como para dejarla vivir?

Como Prometeo robando el fuego,
como Cristo en la cruz,
como Sócrates bebiendo cicuta…
el impulso por tocar lo eterno suele ser castigado por el miedo de los que se aferran a lo finito.

El alma humana parece hecha para intuir la grandeza…
pero también para resistirla.


 La pregunta como llama viva

No hemos venido a este mundo a tener todas las respuestas.
Tal vez hemos venido a sostener la llama de la pregunta.

Porque preguntar no es ignorancia.
Es coraje.
Es humildad ante el misterio que nos precede y nos desborda.

Y si la conciencia es la base de todo lo que existe,
entonces cada vez que preguntamos con autenticidad…
el universo se responde a sí mismo, a través de nosotros.


 ¿Qué origina en el hombre el deseo de saber?

El deseo de saber no nace del vacío, sino de una presencia viva que no se deja entender del todo.

Desde que abrimos los ojos, el mundo nos asombra.
Hay colores, sonidos, afectos, movimientos… y no sabemos por qué.
Sentimos, sufrimos, amamos… y no entendemos cómo.
Vivimos… sin saber qué es vivir.

Entonces surge la primera chispa:

“¿Qué es esto?”
“¿Por qué me pasa esto?”
“¿Quién soy yo?”

No es una necesidad superficial. Es una urgencia del alma.
El deseo de saber nace cuando algo dentro de nosotros intuye que hay más.
Más de lo que se ve. Más de lo que se toca. Más de lo que se dice.

El ser humano no busca solo acumular información.
Busca darle sentido a lo que vive.
No le basta saber cómo funciona el mundo; necesita saber por qué está en él.

Saber es un intento de reparar la herida de la existencia.
Es tender un puente entre el yo y el mundo.
Es tratar de habitar lo incomprensible con un poco de luz.


Quien desea saber, está respondiendo a un llamado.
Y ese llamado viene del corazón mismo del universo.


 Bibliografía consultada

  • Zeberio, José Tomás. Las leyes de la evolución creadora. Kier, 1996.
  • Faggin, Federico. Irreducible: La conciencia, la vida, los computadores y nuestra naturaleza. El Hilo de Ariadna, 2023.
  • Penrose, Roger. La nueva mente del emperador: Hacia una teoría de la conciencia. Debate, 1990
  • Chalmers, David. La conciencia y sus problemas. Katz Editores, 2006.
  • Bohm, David. La totalidad y el orden implicado. Kairós, 1980.
  • Heisenberg, Werner. Física y filosofía. Ariel, 1958.
  • Hawking, Stephen y Mlodinow, Leonard. El gran diseño. Crítica, 2010.
  • Alan Watts. El camino del zen. Paidós, 1957.
  • Alan Turing. Computing Machinery and Intelligence, Mind, 1950.

Krishnamurti, Jiddu. La libertad primera y última. Editorial Kairós, 1954

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Gabriel Masegosa, nacido en Buenos Aires en 1966, profesor de Ciencias físicas en Buenos Aires, y mas que nada, librepensador. --- Instagram: @gmase66

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