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El yo, el no-yo y el mundo ético: explorando la filosofía de Fichte

Quien huye, tal vez para no ser molestado en su creencia [22], ése delata carencia de convicción propia, la cual no debe darse en absoluto; y tiene [F 236] sólo por eso un mayor deber de participar, a fin de adquirirla.” Fichte, Ética, pp. 80.

El presente ensayo busca responder, a partir de la lectura de las páginas 168 a 282 de la Ethica de Fichte (1798), a la pregunta de por qué se considera que la investigación académica debe ser libre para todos. Este es el pensamiento de Fichte que se intentará explicar.

Inicialmente, es fundamental reconocer que el pensamiento de Fichte se desarrolla a partir de la obra de Kant, quien reconoció en el espíritu humano al “legislador de la naturaleza”. Fichte acepta esta afirmación como punto de partida y la lleva a sus últimas consecuencias. Para Fichte, si el Yo es el único principio, no solo formal sino también material del conocer, la actividad del Yo no se limita al pensamiento de la realidad objetiva, sino que abarca a esta realidad misma en su contenido sensible. De esto se desprende que el Yo no solo es infinito, sino también finito y, por consiguiente, libre. Es finito, en cuanto se le opone una realidad externa; e infinito, en cuanto es la fuente de esa realidad. De la conexión entre el mundo de la naturaleza y el del sujeto surge, para Fichte, el mundo ético y la libertad.

Cuando Fichte fundamenta la actividad ética y moral en la libertad derivada del Yo en su relación con el No-Yo, no solo se contrapone a Kant, sino que deduce la actividad moral y el deber ético de la actividad primordial del Yo infinito. Tanto la naturaleza material como la espiritual se deducen así de la naturaleza moral del Yo. Para Fichte, de la tensión surgida entre el Yo y el No-Yo (que además es puesto por el Yo) surge un límite; pero es precisamente porque se presenta como algo pasivo y resistente al Yo originario que se produce el mundo moral, condición del esfuerzo moral surgido en una multiplicidad de yos empíricos.

En efecto, para Fichte, la oposición del sujeto propio del Yo originario con el No-Yo no solo hace posible al Yo auténtico, sino que la síntesis de ambos produce al mundo. Esta idea se desarrolla en la página 265 de la Ethica (1798). De aquí surge la necesidad de que todo se someta a investigación, y de que todos deberíamos hacerlo. La autodeterminación es una de las tareas más importantes que Fichte asigna al hombre. Además, el hombre no solo tiene que enfrentarse al No-Yo, sino que también ha de distinguirse de otros yoes para la realización de una realidad constitutiva, de manera que todos sometan la naturaleza a investigación si no se está conforme con la “convicción” de la comunidad (lo que Fichte denomina el símbolo). Para ello, Fichte considera necesario que el Estado (o Iglesia) garantice la posibilidad de ese Estado racional. En dicho Estado, la relación racional con los otros deberá estar basada en derechos y deberes, que para Fichte son las maneras reales de reconocimiento y realización de la libertad individual y de la comunidad.

De esta manera, Fichte establece que la primera finalidad de todo ser racional es la autonomía de la razón. En segundo lugar, considera como finalidad la concordancia con uno mismo y con los que existen para él y, en tercer lugar, no solo el hombre individual debe llegar a reconocer el carácter puramente empírico de todo lo que separa a un individuo de otro, sino que la humanidad ha de trabajar concretamente para ese fin. Por ello, Fichte juzga que cuando el símbolo no responde a la absoluta libertad de conciencia del individuo, los hombres y los Estados cultivan el espíritu del despotismo. Pero también afirma que “es un deber de conciencia” y una obligación moral “tratar el símbolo como fundamento de la enseñanza” y “que de ningún modo es un deber creer internamente en él” (J. G. Fichte, Ética, pág. 276).

Así, para Fichte, es necesario cultivar el espíritu que él llama de Protestantismo y que consiste justamente en el ejercicio de la libertad, en comunicar las propias convicciones y cultivarlas. Además, las convicciones propias no deberían impedir la libertad que tienen los otros para promover el fin de la razón, sino que deben afirmarla. De esta manera, la convicción de cada uno es la convicción de todos porque todos los otros quieren lo mismo. Cualquier jerarquía desaparece en la investigación académica, pero también sobre lo puramente racional concuerdan todos, y solo desde el deber de la conciencia afín a aquellos fines en común, podrá insertarse a la vez la yoidad de cada uno en la comunidad de los seres racionales en el Estado racional. En suma, “la república de los doctos -dice- es una absoluta democracia, o [dicho] de una manera más determinada, ahí no tiene validez otra cosa que el derecho del espiritualmente más fuerte. Cada uno hace lo que puede, y tiene derecho si él mantiene ese derecho. No hay aquí ningún otro juez que el tiempo y el progreso de la cultura” (J. G. Fichte, Ética, pág. 276). De esta manera, en virtud de la universalidad de la razón, Fichte se contrapone al Estado (al símbolo), o a la iglesia, y a diversos ordenamientos que impidan la libertad de por lo menos algún individuo en el Estado racional.

Bibliografía

  • Fichte, J. G. (2005). Ética (Fichte). Ediciones AKAL.

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Edgar Romero Barajas es un académico graduado y artista con una sólida formación en Filosofía e Historia de las Ideas, obtenida en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Su enfoque principal se centra en Lógica y Epistemología, disciplinas que han moldeado su pensamiento crítico y analítico.

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