×

Del ser al no-ser

La lucha entre opuestos no deviene, de manera única, en contradicción. La doctrina heraclítea ya afirmaba este principio en términos dialécticos. Si bien, conceptos antagónicos poseen un carácter caótico por naturaleza, pueden coexistir en indivisible armonía si su tratamiento es gentil y los medios empleados para ello, convenientes. De esta forma, filosofía y poesía, enemigas fraternales, han contraído matrimonio en la obra de aquellos seres que, en su eterno trascender por la historia humana, han sido doblemente impulsados por el eros y el thánatos de la palabra. El uno, vitalicio, irrefrenable y desbordante; el otro, enigmático e inevitable. Ambos, fundamentos esenciales de la vida misma, interactúan en un ciclo intermitente cuando en el sujeto concreto surge la necesidad de filosofar o escribir literatura. Sin embargo, ¿qué elemento detona cada actividad y cómo lo hace? ¿Cuál define sus raíces, individualmente? ¿Es el amor (la vida) o la muerte?

Por un lado, la filosofía, de origen erótico, se presenta como una enfermedad que infecta de súbito el alma curiosa. Es la concentración de fuerzas maniqueas –daimónicas, en el sentido  platónico del término– que pretenden unificar y revitalizar al ser. Cuestionamiento y creación se compaginan en el parto de ideas activo. Un parto sin duda doloroso, pues todo proceso sintético involucra el desgarramiento integral del individuo antes del reorden final. Así, quien ansíe incurrir en el vasto camino del pensamiento, debe, necesariamente, aprender a vivir a expensas de la muerte propia. Hay que odiarse, o quererse tanto, para aceptar tan delicada empresa; muchos otros, probablemente, reaccionarían temerosos ante el cambio forzoso que sucede al estado inerte.

Ahora bien, la poesía nace precisamente al compás de dicha función mortífera. Goethe dice que se “muere para llegar a ser”¹. No obstante, nunca se deja de ser de manera total.  No hay, en este sentido, un escapismo completo de sí mismo, debido a que la forma del individuo permanece explícita, en mayor o menor grado, en los personajes y las situaciones a las que vivifica. En ellos se encarna a través de una sensibilidad y pasión incomparables. Cuando “la musa se encuentra con el escriba”², éste último se enfrasca en el ejercicio libre del lenguaje, logrando, muchas veces de manera accidental, plasmar a la humanidad entera a través de la experiencia particular.

Es en el ir y venir de lo particular hacia lo general (y viceversa), de lo inmediato a lo mediato, en que literatura y pensamiento, respectivamente, se ofrecen elementos complementarios; el ser engendrados a la inversa así lo permite. Pese a la compatibilidad existente entre ellas, su carácter dual tiende a ser malinterpretado con frecuencia por aquellos en que gobierna o el estruendo amoroso, o el funesto. Dichos individuos impiden el desarrollo de la escritura de una etapa a otra, quedándose meramente en el comienzo o, en su defecto, dejando la metamorfosis a medio camino. Asimismo, es esta práctica errónea la que genera estereotipos desafortunados para aquellos a los que compete este análisis.

En el caso de una filosofía más inclinada por el eros, éste, alguna vez claro y mesurado, se torna obsesivo y se corrompe. Un filósofo de esta clase ya no se preocupa por la búsqueda del conocimiento en sí mismo valioso, sino que, cegado por la soberbia, intenta instaurar «mercados intelectuales» cerrados y capitalizados. Adicionalmente, su espíritu es devorado por los abstraccionismos, de forma que no resulta raro que se vea reducido a tales determinaciones estáticas. Rehuye del papel a través de la negación de su persona, así, no es de extrañarse que el estudiante temprano de filosofía muchas veces se interese en la vida de los autores más que en su teoría. Quizá, de esta manera, espera encontrar en el texto biográfico índices de humanidad que la escritura impersonal no pudo brindarle. Luego, se ha construido popularmente la figura del filósofo huraño que se ocupa de cavilaciones metafísicas más que en asuntos de su realidad; y, por otro lado, la filosofía se ha erigido aburrida, inasequible.

En cuanto a la pluma del escritor, cuando es dominada por la muerte, el texto resultante adquiere un tenor destructivo y oscuro. Las palabras pasan de tomarse como instrumentos de catarsis y liberación del ser asfixiante, a teñirse de dolor. Dolor puro, materializado en el personaje trágico que ahora se confunde con el escritor. En consecuencia, sale a relucir el poeta inmolado. Aquel cuyo destino fatal habría de ocurrir según el dictado narrativo. De esta manera, el lector fantasea con la humanidad del individuo, en cierto sentido despersonificándolo. Cabría preguntarse cuáles de estos escritores verdaderamente murieron por sus ideales y creencias y no por la compleja existencia que subyace a todo ser humano. Así, la literatura y su “hacedor” se ven envueltos en un melodrama en que no cabe la esperanza.

Algo todavía más peculiar ocurre todavía cuando los opuestos, en una especie de trance fantasmal, sufren una transformación incompleta. Este fenómeno entre la vida y la muerte, se ve ilustrado cuando el filósofo decide aventurarse en el juego inconsciente con el lenguaje, con la intención de mimetizar el estilo poético apasionado, en cuanto a la naturaleza del contenido como a los atributos lingüísticos que adornan al mismo. De esta suerte, obtenemos doctrinas metafísicas (en toda la extensión de “doctrina”) encaminadas desde y hacia una base previamente establecida por razones subjetivas en su mayoría. La filosofía ahora es empleada para aleccionar, no plantea interrogantes. Termina edificando sus bases cognoscitivas sobre supuestos, hecho que tanto se le ha reprochado a la persona ordinaria. Con respecto al texto creado, el filósofo, incapaz de deshacerse de la pretensión en su discurso, incorpora sin éxito funciones literarias que oscurecen el seguimiento adecuado de la argumentación. Leer un escrito de tal naturaleza es como tener en manos literatura barata o un códice indescifrable; en cualquier caso, uno acabará riendo o sufriendo de dolores de cabeza terribles.

¿Cómo es, entonces, que filosofía y poesía llegan a entrelazar sus facultades eróticas con las propiamente mortales, en conformación de la unidad textual coherente y cohesionada? Para responder tal cuestión, me permitiré usar a Kafka como fiel representante de aquellos hombres universales que han logrado conjuntar de manera grácil esencias contrarias. En la obra del escritor checo, el espíritu sanguinolento corre incesante, denotando en cada letra su amor por la escritura. Uno llega a sumergirse tanto en la realidad literaria que crea Kafka que llega a sentir la desesperación de Josef. K al encontrarse inmiscuido en un mundo que lo enjuicia sin razón aparente, al mismo tiempo que, en la verdad de la ficción narrativa, encuentra reflexión y certezas sobre el mundo mismo, con respecto a las relaciones de poder, el sentido de la vida y la moralidad. Contraria a la crítica platónica, la actitud filosófica del escritor es la manifestación del ser uniforme a través del “no ser” (lo mismo aplica en el trabajo del filósofo artista). No hay que interpretar esto como una metamorfosis que culmina en la muerte permanente, sino como una en que las ideas renacen y se renuevan.

Gracias a este continuo movimiento, a esta muerte metafórica, es que filosofía y poesía deben destruir toda tradición que pretenda separarlas, pues juntas adquieren un carácter pedagógico relevante y se vuelven divertidas, tal como pretendían ser en sus orígenes. Los detractores del conocimiento y de la cultura ya las han desorientado bastante en cuanto a su motor actual, relegando a la filosofía a los títulos académicos y a la literatura, a la creación comercial. El arte y una escritura que cultive el amor por la palabra quizá son la única forma de evitar que esto suceda.

Es importante destacar que, como cualquier creación humana, la escritura implica connotaciones morales para con el otro, aún si el emisor pretendía ser amoral, de alguna forma. Intentar eludir el carácter político (público) y social del texto es casi imposible. Es deber, pues, del filósofo y del literato aplicar la función del amor, en un sentido ético, y aceptar la responsabilidad que conlleva la libertad poiética concedida. Uno jamás escribe en soledad, como los bohemios más afanados pregonan. Camus dice que “no es bueno ni saludable” hacerlo, y con justa razón; la conciencia del otro frente a la propia siempre es necesaria para elaborar un pensamiento contextualizado en términos sociales, que cuestione al otro tanto como a uno mismo.

Escribir siempre es un acto de valentía, pues implica defender la propia voz y reconocerla como digna. Es así como a través del papel, los hacedores de filosofía y poesía, en su travesía del ser al “no ser”, enaltecen la palabra y nos recuerdan la humanidad que aún anida nuestra existencia.

__________________________________________

¹ Feliz anhelo (Goethe)

² Un tal Lucas, texturologías (Julio Cortázar)

Share this content:

Publicar comentario